
El globo comienza a descender cuando se halla encima de la estación de Lieusaint, y tenemos que arrojar lastre para mantener el equilibrio; pero repentinamente sentimos la arena, que nos cae sobre la cabeza y nos envuelve en una ligera nube: ¡era nuestro lastre, que descendía más lentamente que nosotros! Creemos distinguir una tempestad muy extensa en lontananza, en el horizonte del Sudeste. Las hermosas colinas de Villeneuve-Saint-Georges, las laderas de Montgeron y el valle de Yeres, pasan sin que podamos notar el más ligero relieve de la inmensa llanura.
Los truenos se oyen a lo lejos, y los relámpagos surcan en zig-zags aquella parte del cielo.
La atmósfera continúa serena y pura alrededor de nosotros. El aire fresco abre nuestro apetito, y nos proporcionamos el raro placer de una pequeña merienda, regada con el generoso vino de Hungría; el comedor es más espacioso que el de Sócrates, el aire circula libremente y el techo es inaccesible: pero, en cambio, los convidados serán siempre más escasos que en la casa del filósofo ateniense. Del seno de aquellas campiñas se elevan hasta nosotros embalsamadas brisas, el sol nos dora con sus rayos, y nuestro aéreo esquife sigue su marcha silenciosa.
Al más puro estilo Julio Verne, y contados de una manera amena, gráfica y magistral, estos relatos de "aeronautas" (viajes en globo) harán las delicias del lector más intrépido y aventurero. Su título "Viajes aéreos", nos aclara mucho de lo que contiene, e incitándonos más a la lectura con su añadido de "Diario de a bordo". Sin embargo, todo lo que nos parece clarificador pasa a ser oculto cuando vemos su autor: Camilo Flammarion. ¿Quién era este señor?